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Atentando AMIA

Ingrid, el recuerdo de las víctimas del atentado a la AMIA

A 22 años del atentado a la AMIA, el relato que recuerda a una de las víctimas.

Ingrid, el recuerdo de las víctimas del atentado a la AMIA
lunes 18 de julio de 2016

Los recuerdos más felices de mi infancia se remontan a la época anterior a que mi familia se mudara a EEUU. Fueron los años más normales, esos en los que fui una nena como cualquier otra, que no tenía que explicar cuántos años de mi vida pasé aquí o allá, por qué nos mudamos, cómo es que hablo tan bien en inglés.

Mi escuela durante esos años fue una de esas escuelas municipales que son todas iguales, construida durante la dictadura. Era la Rosario Vera Peñaloza, en Palermo Viejo.

Durante todos mis años en esa escuela tuve una compañerita llamada Ingrid Finkelchtein. Era una nena diminuta, de anteojos, que para poder ver el pizarrón tenía que sentarse en la primera fila, aún en primer grado. Tenía alergias severas y vivía soplándose la nariz. Era el blanco de las cargadas más crueles de mis compañeros –sobre todo de los varones, pero ocasionalmente de las nenas también. Se bancaba todo con tranquilidad– no sé si estaba resignada o si ya ni le importaba.

No era buena alumna, y se notaba que le costaba todo lo que hacía en la escuela. Tengo el recuerdo fijo del cuaderno de Ingrid –parecía un álbum en el que coleccionaba manchones de la lapicera, y borroneadas fuertes de la goma, del lado rojo para borrar lápiz… ese lado rojo que deja estela en la hoja-. La maestra siempre la retaba y le pedía que fuera más prolija.

Yo era una alumna modelo. Mi mamá volvía chocha de las reuniones con mis maestras. Invariablemente le decían que yo era muy inteligente. Y mamá me lo contaba a mí. Nunca fui “la mejor alumna” –era demasiado distraída– pero me conformé con ser la segunda mejor alumna, convencida de que, si lo intentaba, podía fácilmente ser la mejor.

Siempre que teníamos dictado, me sacaba 10. Esta nota debía volver con la firma en el cuaderno del padre o la madre. Papá era el que me firmaba el cuaderno. Estaba más que acostumbrado a mis 10, y ya era una especie de ritual: Coqui se saca un 10, papá la felicita, le firma el cuaderno, Coqui vuelve a la escuela con un 10 y la firma orgullosa de papá.

Para mí los 10 se volvieron una carga. No me costaba sacarme 10, pero empecé a sentir que mis padres estaban acostumbrados a mis notas, y a mis esfuerzos más allá de las notas que no me costaban. Tomaban por sentado que me iba a ir bien en la escuela, y en todo lo demás.

Ingrid se sacaba siempre 5, 4, 6. Cuando salíamos del colegio y nuestras madres nos esperaban en la esquina del colegio, nosotras les mostrábamos nuestros cuadernos con las notas. Simbólico, ¿no? Las hijas saliendo a mostrar sus logros a las madres, buscando aprobación.

Mi mamá me felicitaba, y creo que me daba un beso. La mamá de Ingrid le pasaba el brazo por la espalda y le decía, “Estás mejorando”, o “Vamos a seguir intentándolo”.

Pero un día Ingrid se sacó un 10. NUNCA me voy a olvidar del abrazo y el llanto de felicidad entre madre e hija a la salida del colegio. Como yo leía constantemente a Mafalda, ese momento me recordó enseguida a cuando los padres de Mafalda la alzaban, abrazada a ellos, y todos tenían caras de amor y felicidad y estaban rodeados de corazoncitos. Así de cursi lo recuerdo, y creo que así de cursi fue.

Han pasado 25 años. Puedo revivir ese momento sin ningún problema. Me recuerdo a mí misma en ese instante, deseando haberme sacado un 4 toda mi vida para recibir tanto amor por ese 10. Fue un momento decisivo en mi vida, en el que me di cuenta de que prefería ser falible e imperfecta (pero apreciada por mis esfuerzos), antes que dada por sentada, ahogada en mi supuesta “perfección”, preguntándome si alguien estaría orgulloso de mí aunque no me sacara siempre un 10.

Un par de años después, Ingrid y otra de mis compañeritas (Ana) festejaron sus cumpleaños el mismo día. Cayeron las dos con las invitaciones para ese sábado, y se armó un revuelo de aquellos.

Ana era la mejor alumna. Siempre lo había sido. Era popular en la clase. Todos querían ir a la fiesta de Ana.

La maestra tomó las riendas del asunto, y decidió que iba a hacer dos listados en el pizarrón, con el nombre de cada chica a la cabecera. Después iba a numerarnos, 1, 2, 1, 2, 1, 2. Los 1 irían a la fiestita de Ana, y los 2 a la de Ingrid.

Yo me sentaba en la fila de atrás de todo, por ser la más alta. Al llegar a mí, la maestra se dio cuenta de que el número impar de alumnos me daba a mí la libertad de elegir cualquiera de las dos fiestas.

 

Desastre

Yo quería ir a la de Ana. Estaba segura de que iba a ser más divertida. Pero fiel a mi naturaleza, no pude decir que no a la fiesta de Ingrid –me invadió la lástima. No fue cariño, ni compañerismo: fue lástima. Ingrid me daba lástima.

Así que tomé una decisión Salomónica y le dije a la maestra: voy a ir a las dos fiestas. La maestra me felicitó y dijo que yo era un ejemplo a seguir. Después le comenté a mi mamá lo que había pasado, y ella también se puso muy contenta.

Pero llegó el sábado, y primero fui a la fiesta de Ana. Estaba tan llena su casa que ni se podía caminar. Había música, globos, guirnaldas, chicitos, papas fritas, familiares, amigos.

Llegado un momento, mi mamá me dijo, “es hora de ir a la fiesta de Ingrid”. El heroísmo altruista ya había declinado desde ese día en la escuela, y mi vieja tuvo que sacarme a los tirones para que cumpliera mi palabra y fuera a la fiesta de Ingrid. 

La mamá de Ingrid había alquilado un salón de un club en Almagro. Al llegar al salón me di cuenta de que la casa de Ana estaba llena porque este salón estaba vacío. Todos los que habían sido numerados para ir a la fiesta de Ingrid habían faltado. Yo era la única que había ido. Al final tuve la sensación de haber hecho lo correcto, aunque tuve que reconocer que mi mamá era quien había persistido. La mamá de Ingrid le agradeció muchísimo a mi mamá.

Los años pasaron y yo me fui a EEUU con mi familia y cuando volví, mis compañeros ya no estaban. Intenté encontrarlos pero ya estaban en otras escuelas, ya que ésa era sólo una primaria. Nunca más vi ni tuve noticias de ninguno de ellos.

Durante todos estos años, siempre me pregunté en qué andaba Ingrid. En mi fantasía redentora, Ingrid era ahora la más linda, la más exitosa, la que se había casado con el mejor hombre. Ingrid sería recompensada por esos años tan tortuosos de la primaria. Me alegraba por Ingrid porque sabía instintivamente que las cosas le habían salido bien.

Un día, en 2004, alquilé una película en Blockbuster, sobre el atentado a la AMIA. Eran varios cortos sobre esa temática. Uno de ellos terminaba con fotos de las víctimas. De golpe me encontré con un fondo de música clásica y la cara de Ingrid, más alta, más grande, pero con esos mismos ojos. Se me heló la sangre y pausé la imagen y me di cuenta de que abajo decía “Ingrid”. Yo había visto las fotos de las víctimas muchísimas veces. Nunca antes la había visto a ella entre esas fotos. Pero ahí estaba, era Ingrid. Empecé a buscar su nombre en internet y así me enteré de que había ido ese 18 de julio a la AMIA con su mamá, su mejor amiga, y la hermana de su mejor amiga. Murieron las cuatro.

En las biografías cortitas que encontré en internet decía que Ingrid casi no tenía amigos, que era muy pegada a su madre, que no estudiaba nada, y que estaba buscando trabajo en la bolsa de trabajo de la AMIA el 18 de julio de 1994.

Empecé a llorar y a lamentar la vida –y la muerte– tan triste de Ingrid. Todos esos años en los que yo había festejado el “triunfo de Ingrid sobre la adversidad”, ella había estado muerta, congelada en sus 18 años.

El año pasado fui al acto en la puerta de la AMIA, y me acompañó mi mamá. Al llegar, unas voluntarias nos dieron fotos de las víctimas, al azar. A mí me tocó Ingrid, y mamá me tuvo que sostener porque me largué a llorar.

Mañana tengo que trabajar, pero me hubiera gustado ir al acto. Como homenaje a Ingrid, quise mirar esta noche una entrevista a algunos familiares de las víctimas. Me di cuenta de que hablaban siempre de los que ya no están como seres perfectos, y es entendible y querible. Pero me quedé pensando en un par de cosas.

Una es que la vida de Ingrid valía aunque su propio entorno no haya podido decir nada positivo sobre ella en su biografía. Aunque no tuviera esposo, ni hijos, ni una carrera exitosa, su muerte es tan lamentable como cualquier otra. No necesitaba ser heroica. Simplemente merecía vivir.

También quiero dejar el nombre de Ingrid en internet, para que si alguien la busca como la busqué yo, encuentre algo más que lo que hay ahora.

Esto es lo que quiero que sepan: que Ingrid fue una nena que ante las cargadas de los demás, nunca se vengó. Fue una nena que continuó esforzándose a pesar de que sus notas solían no reflejarlo. Y fue una nena cuya madre la amó, a sol y a sombra, cuando se sacaba un 4, y cuando se sacaba un 10. Esa misma mamá que la acompañó a buscar trabajo en la AMIA el día que explotó la bomba.

Quedaron sepultadas juntas bajo los escombros, pero por suerte puedo –y prefiero– recordarlas abrazadas en la esquina de mi escuela.

Escrito el 17 de julio de 2007

Por Coqui Mackey

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