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200 años de independencia: Repensando las nociones de pueblo, soberanía y representación

Docentes de la Carrera de Historia de la UNco Bariloche realizaron un trabajo para reflexionar sobre los disparadores que permitan "identificar la independencia", no desde el archivo, sino como un proceso de altibajos.

200 años de independencia:  Repensando las nociones de pueblo, soberanía y representación
sábado 09 de julio de 2016

Docentes de la Carrera de Historia de la UNco Bariloche realizaron un trabajo para reflexionar sobre los disparadores que permitan "identificar la independencia", no desde el archivo, sino como un proceso de altibajos que aún hoy debe disputarse y ponerse en juego. ¿Qué otras revoluciones se solaparon con la independencia del Virreynato? ¿Qué soberanías se planteaban? Y ¿Qué tan federalista fue el federalismo?.

Un reconocido historiador recientemente fallecido, Tulio Halperín Dongui, sostenía que los argentinos sentimos una absoluta fascinación por los números redondos, en especial por los “ceros” y “dobles ceros” y cuando estos se producen en el calendario efemérico, abundan las miradas retrospectivas, los planteos políticos y las reflexiones fecundas. Testigo de la veracidad de esta ponderación fue el despliegue acaecido en el bicentenario de 1810 así como, en esta oportunidad, frente a la conmemoración de la declaración de “Independencia”, ocurrida un 9 de julio de 1816.

Declaración que huele a “gesta patriótica” si se tiene en cuenta que el Río de La Plata era por entonces el único bastión de la América del Sur que no había sido nuevamente subyugado por el restablecido imperio español. Declaración que abre también un sinnúmero de puertas para pensar el pasado y el presente en cuanto a la discusión -antes y ahora- acerca de la mejor forma de gobierno, las relaciones con el mundo, las tramas de poder al interior del país y, como sostuvo por entonces San Martín, sobre la “felicidad” de los pueblos.

Un día como hoy podemos reflexionar sobre aspectos del proceso independentista que tienen que ver con la organización del Estado y la Nación argentinos. La organización socio-política que hoy tenemos como país es resultado de un largo proceso que no termina en 1816 ni mucho menos; las ideas de pueblo, nación, soberanía y representación que hoy asumimos y damos por válidas distan mucho de aquellas que estaban vigentes en la década revolucionaria entre 1810 con la “Revolución” de Mayo y comienzos de la década del 20’ con el retiro definitivo de las fuerzas realistas ante el irresistible empuje de San Martín y Bolívar.

Un tema clave en los conflictos socio-políticos de nuestro país fue la posición de privilegio que tuvo Buenos Aires en el escenario nacional e internacional, hecho que producía el desequilibrio de las relaciones entre las Provincias Unidas del Río de la Plata. Esta desigualdad se hizo manifiesta ya desde la Revolución de Mayo, tras la cual los porteños se resistieron a aceptar a los diputados del interior en la Primera Junta de Gobierno, y se hizo más grave durante el largo período de inestabilidad política de los Triunviratos y el Directorio. Al no ceder en este punto, Buenos Aires se separó del resto hasta 1860, donde acordó ser sede de las autoridades federales pero sin federalizar su territorio.

La resistencia de Buenos Aires respondía a la firme intención de no perder privilegios, en particular el monopolio de las ganancias que producía el puerto; esto ocurrió recién en 1880 con el presidente Avellaneda cuando Buenos Aires pasa a ser Capital Federal del país, por eso recién ahí se puede hablar de la consolidación del Estado Nacional.

Así, el proceso de formación del Estado en el contexto revolucionario americano estuvo marcado por la lucha entre centralistas, que pretendían ser la cabeza dirigente del país, y federalistas, que perseguían las autonomías provinciales continuadoras de los esquemas de repartición territorial, socio-política y económica de época colonial. Esta dualidad clave de nuestra historia es reflejada en las “historias patrias” con la fuerte marca de los vencedores, luego de una prolongada guerra civil con altibajos entre 1814 y 1880.

El proceso independentista, marcado fuertemente por la propia guerra de la Independencia que se prolongó por una década luego de la restauración monárquica de España a partir de 1812 y la continua llegada de fuerzas españolas, ha invisibilizado otras luchas, otras “revoluciones” que se daban simultáneamente, como es precisamente esa guerra interna, esa guerra civil entre centralistas y federalistas que nos acompañó durante 70 años y a la cual se le sumaba otra, entre las clases altas y las bajas; clases altas como “gente decente”, “vecinos”, primero de corte aristocrático, con supremacía hereditaria aportada por el nombre y la posición social, pese a que se habían anulado los títulos de nobleza, y luego basadas prioritariamente en el poder económico y clases bajas como la plebe, el pueblo bajo. De esta manera, entre 1810 y 1820 se jugaban otras ideas además de la independentista.

Sin embargo, algo que atraviesa a estos tres escenarios de lucha; el independentista para emanciparse de la corona española, el interno entre modelos de organización nacional centralista y federalista y el de la élite y la plebe, es la diferente noción de pueblo, soberanía y representación.

El movimiento revolucionario buscaba su legitimidad en lo que se llamaba el principio de “retroversión de la soberanía al pueblo” ante la ausencia del rey de España Fernando VII rendido ante Napoleón Bonaparte. Ahora bien, faltaba definir si era “al pueblo” –léase la elite dirigente de Buenos Aires, la “ciudad-metrópoli” – o “los pueblos”, las diferentes ciudades del virreinato y, en ambos casos, si pueblo se refería a la población como conjunto formado por todos sin distinción o a aquel sector de la población que no pertenecía a ningún grupo privilegiado, es decir el pueblo como opuesto a los poderosos.

Existía una lucha por detentar el poder de la soberanía en la América española en ausencia del rey, entre las Juntas de gobierno que asumieron el ejercicio de la soberanía de la Corona, no así la titularidad, que permanecía en poder del rey, y la Asamblea y Congreso Constituyente americanas que demostraban la intención de los gobiernos provisionales de detentar también la titularidad de la soberanía. Ahora bien, las dos preguntas básicas a lo largo de los primeros años de revolución fueron: ¿quién gobierna? y ¿en nombre de quién?.

La cuestión de la soberanía pasó a ser, junto a la definición de las bases sociales, es decir quienes quedaban incluidos con ejercicio de derechos en la nueva organización independiente, las políticas del nuevo poder y la propia guerra de la Independencia, una cuestión fundamental en el proceso revolucionario de la década de 1810. La disputa era entre “pueblos” y grupos sociales que luchaban por el reconocimiento de sus soberanías, sobre la forma de gobierno que debían adoptar los pueblos del ex Virreinato luego de la Independencia hasta tanto no se convocase una Asamblea Constituyente que organizaría el nuevo Estado.

En este contexto, en el Río de la Plata coexistían dos proyectos de soberanía; el del “centralismo porteño”, que defendía una única soberanía, y el de la “confederación artiguista”, que sostenía tantas soberanías como ciudades había en el ex virreinato, en el marco de la tendencia tradicional al “autogobierno” de las ciudades y de las posibilidades de creación de Estados.

El rol de Buenos Aires como centro económico y administrativo “ilustrado” del virreinato del Río de la Plata y la percepción de una única soberanía, derivada del nuevo pacto de sociedad, ya no con el rey, tendió a la conformación de gobiernos centralizados en Buenos Aires, orientados a la definición de un Estado soberano. De tal forma, la década revolucionaria se divide en dos períodos; uno radical signado por la postura morenista de asociar la lucha independentista a la construcción de un nuevo orden social entre 1810 y 1814 y otro moderado, llevado adelante por el conservadorismo político del gobierno del directorio entre 1814 y 1820.

Recién en 1815, con la caída de Alvear, se convoca a un Congreso General Constituyente (1816-1819), estratégicamente en Tucumán, el cual marcó un cambio en la política de la elite porteña, que ahora prestaba más atención a los pueblos. El logro fundamental de esta instancia es la declaración de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica del 9 de Julio de 1816. Aún así, el texto constitucional presentado recién en 1819, no fue aceptado por su carácter centralista.

La sociedad colonial rioplatense albergaba resentimientos y aspiraciones sociales fuertemente reprimidas que encontraron una posibilidad de manifestarse en las circunstancias ofrecidas por la revolución, tanto desde la “gente decente” (la elite) criolla en oposición a la de los españoles como desde la “plebe”, los sectores subalternos. Es que la respuesta armada civil a las invasiones inglesas, el comienzo de la revolución independentista y la guerra que le siguió generaron una politización que abarcó a toda la sociedad y no sólo a la elite y los sectores medios, produciéndose el ascenso social y la politización de la plebe; esos sectores populares subalternos que fueron actores en el proceso independentista y no simples espectadores.

Estas tensiones al interior de nuestra sociedad de una manera u otra continuaron manifestándose a lo largo del tiempo, hasta hoy, al igual que los avatares políticos que fortalecieron o debilitaron, según el gobierno de turno, aquella idea original de un país independiente y libre. Pensar en estos términos implica ser conscientes de los alcances y de las limitaciones de nuestra Independencia como país, en el marco de las consabidas dependencias económicas de larga data, producto por ejemplo del endeudamiento del país por los compromisos prestatarios en el siglo XIX o, ya en el siglo XX, por las desiguales relaciones comerciales con Inglaterra y llegando a nuestros días, por las privatizaciones de los 90’.

Por eso, la lucha independentista no puede remitirse solamente al período revolucionario; es necesario “desanclar” la idea de Independencia del pasado lejano de nuestra emancipación de la corona española; es también necesario historizando y dinamizando términos como independencia, soberanía, representación, lo cual nos permitirá frente al nuevo milenio que estamos transitando pensar nuevamente la emancipación y discutir autonomías en el marco de la diversidad, la heterogeneidad y la democracia plural de memorias,  creencias, religiones y lenguas. Repensarnos así como nación pero también como provincia, como ciudad, como pueblo, como diversidad de colectivos sociales – ideológicos, de género y culturales- y como sujetos en un mundo signado por las tendencias de consumo emanadas de los países ayer y hoy imperialistas.

Reflexionar para comprender, comprender para realizar y realizar para transformar, quizás sean los grandes desafíos que se plantean hoy, 200 años después que nos anunciamos al resto de las naciones como soberanos e independientes de toda dominación extranjera.

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